El abuelo era de esa vieja guardia que está en extinción.

Es un buen tipo mi viejo, creció con el siglo, con tranvía y vino tinto.

Vivió la 1ra y 2da Guerra Mundial en Europa, terminada esta emigró a la tierra de los Incas y del oro (Perú).

Se instaló en los Andes donde compró tierras y se volvió un hacendado, respetado por los antiguos que le llamaban Don, los campesinos y empleados: Patrón.

Fueron unos años maravillosos, donde aprendimos a montar caballos y a usar
la carabina Winchester, con la cual cazábamos vizcachas (una especie de liebre).

Una vez en esas excursiones divisamos un alce (venado), imponente sobre una loma.

“Lo tengo en la mira” indiqué al abuelo, cuando se escuchó como un trueno, el abuelo había disparado su fusil Mauser peruano (MOP 1909), una valiosa y codiciada pieza de colección.

Fallaste abuelo. Vamos al lugar indicó. En el sitio, a un metro donde había estado el venado, había un árbol que tenía un hueco a la altura de la cabeza del animal.

Ese animal se llama taruko, está en extinción. Nosotros cazamos para comer no por otra cosa.

El abuelo le encantaba estar limpio, todos los días se bañaba y los días que no estaba en el campo usaba una chalina blanca.

Tenía una ambiente donde nos cortaba el pelo, misma peluquería: El joven quiere corte inglés o corte alemán. La cuestión era que su corte era igual.

La abuela murió temprano, no volvió a tener otra mujer, se concentró en su familia.

Nos puso nanas, hablaba poco de la guerra, sus comentarios eran cortos:
“Hitler era una persona rara, no tomaba ni fumaba y era vegetariano”.

Llegó un día que llegaron dos extranjeros, uno de ellos tenía una chalina blanca, hablaron largo y tendido con el abuelo.

Ese día el abuelo hizo una reunión familiar: “mi época de hacendado terminó, en un tiempo los militares tomarán el Gobierno. Vamos a vivir a la capital (Lima)”.

Nos llevó a un distrito de clase media-alta donde compartimos la vecindad.

El sabía cómo iba a crecer la ciudad, comenzó a comprar terrenos donde nadie lo hacía.

En un tiempo en esta zona alejada vendrán los ricos, esta será una esquina, habrá un grifo o la tienda principal. Esta carretera lleva al granero de la capital, en esta zona habrá comercio, se adelantaba en el tiempo.

El ser europeo le daba un caché con la sociedad de Lima, hablaba francés fluido.

“Los tiempos han cambiado, ustedes tienen que hablar inglés, que es universal” nos indicaba.

Tenía su propia casa, donde instaló el ambiente donde nos cortaba el pelo, lo interesante era la colección de revistas (comics) que tenía, un día con mi hermano nos robamos varias y le enseñamos a Rambow, el hijo de alemanes de la zona, mas había una extraña revista. Tu abuelo habla alemán, indicó.

El abuelo acogió a Samikay (felicidad en quechua) mi nana, ella era de los Andes, mas no parecía, mas daba para una mujer vasca.

Ella había trabajado con una de las tres hijas que tuvo el general Andrés Avelino Cáceres, las cuales se casaron con hombres de la alta sociedad limeña. Fue nana de una de las hijas de ellas, el detalle que el marido comenzó a enamorarse de ella, ante el acoso, buscó trabajo y protección en el abuelo, mas había otro detalle, que el abuelo se calló de contarme.
Samikay me enseñó a hablar el quechua, el idioma de los Incas, y uno de los secretos de dicha familia, cuyo apellido viene desde antes de la Independencia del Perú.

Secreto de dos, solo lo sabe Dios, secreto de tres ya no lo es.

Un día de celebración familiar el abuelo llegó tarde y se fue de frente a bañarse, salió y dejó la puerta abierta donde aprecié una espléndida pistola, era pequeña, compacta, elegante, corrí mas mi tía cerró la puerta a tiempo.

El abuelo tenía un cuarto que era vedado para todos. Solo lo vi llorar dos veces.

La primera cuando aprovechando el año nuevo, contrató dos muchachos para que llevaran un baúl y varias cajas selladas, las quemó. Era una costumbre en Lima de quemar las cosas viejas, así que en Lima se veía hogueras grandes.

Mientras el fuego quemaba sus cosas, el abuelo derramó lágrimas.

La segunda fue cuando murió mi hermano, era el que más se le parecía.

Ese día de invierno, el abuelo sacó la sábana que lo cubría, se quedó mirando y lloró. Indico: “Los hijos deben enterrar a los padres y no los abuelos a los nietos.
Ya viví demasiado, ya no quiero vivir”.

Esta vida fue buena, la otra será mejor.

Al año, un día de invierno, el mismo mes que mi hermano murió, por unos días de diferencia el abuelo murió.

Cuando vi su rostro había rejuvenecido y tenía una sonrisa en sus labios.

Quién fue mi abuelo, no lo sé, como la vieja guardia, sus secretos se los llevó a la tumba.